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Náufragos

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Los formales y el frío

Los formales y el frío Quien iba a prever que el amor -ese informal
se dedicara a ellos - tan formales
mientras almorzaban por primera vez
ella muy lenta y él no tanto
y hablaban con sospechosa objetividad
de grandes en dos volúmenes
su sonrisa - la de ella
era como un augurio o una fábula
su mirada - la de él - tomaba nota
de cómo eran sus ojos --los de ella
pero sus palabras - las de él
no se enteraban de esa dulce encuesta

como siempre - o como casi siempre
la política condujo a la cultura
así que por la noche concurrieron al teatro
sin tocarse una uña o un ojal
ni siquiera una hebilla o una manga
y como a la salida hacía bastante frío
y ella no tenía medias
sólo sandalias por las que asomaban
unos dedos muy blancos e indefensos
fue preciso meterse en un boliche
y ya que el mozo demoraba tanto
ellos optaron por la confidencia
extra seca y sin hielo por favor
cuando llegaron a su casa - la de ella
ya el frío estaba en sus labios - los de él
de modo que ella - fábula y augurio
le dio refugio y café instantáneos

una hora apenas de biografía y nostalgias
hasta que al fin sobrevino un silencio
como se sabe en estos casos es bravo
decir algo que realmente no sobre
él probó - sólo falta que me quede a dormir
y ella probó - por qué no te quedás
y él - no me lo digas dos veces
y ella - bueno por qué no te quedás
de manera que él se quedó - en principio
a besar sin usura sus pies fríos - los de ella
después ella besó sus labios - los de él
que a esta altura ya no estaban tan fríos
y sucesivamente así
mientras los grandes temas
dormían el sueño que ellos no durmieron

Los formales y el frío, Mario Benedetti ©®


El amor que asalta

El amor que asalta © Miguel de Unamuno

¿Qué es eso del Amor, de que están siempre hablando tantos hombres y que es el tema casi único de los cantos de los poetas? Es lo que se preguntaba Anastasio. Porque él nunca sintió nada que se pareciese a lo que llaman Amor los enamorados. ¿Sería una mera ficción, o acaso un embuste convencional con que las almas débiles tratan de defenderse de la vaciedad de la vida, del inevitable aburrimiento? Porque eso sí, para vacuo y aburrido, y absurdo y sin sentido, no había, en sentir de Anastasio, nada como la vida humana.

Arrastraba el pobre Anastasio una existencia lamentable, sin estímulo ni objetivo para el vivir, y cien veces se habría suicidado si no aguardase, con una oscura esperanza a prueba de un continuo desengaño, que también a él le llegase alguna vez a visitar el Amor. Y viajaba, viajaba en su busca, por si cuando menos lo pensase le acometía de pronto en una encrucijada del camino.

Ni sentía codicia de dinero, disponiendo de una modesta pero para él más que suficiente fortuna, ni sentía ambición de gloria o de honores, ni anhelo de mando y poderío. Ninguno de los móviles que llevan a los hombres al esfuerzo le parecía digno de esforzarse por él, y no encontraba tampoco el más leve consuelo a su tedio mortal ni en la ciencia, ni en el arte, ni en la acción pública. Y leía el Eclesiastés mientras esperaba la última experiencia, la del Amor.

Habíase dado a leer a todos los grandes poetas eróticos, a los analistas del amor entre hombre y mujer, las novelas todas amatorias, y descendió hasta esas obras lamentables que se escriben para los que aún no son hombres del todo y para los que dejaron en cierto modo de serlo: se rebajó hasta escarbar en la literatura pornográfica. Y es claro, aquí encontró menos aún que en otras partes huella alguna del Amor.

Y no es que Anastasio no fuese hombre hecho y derecho; cabal y entero, y que no tuviese carne pecadora sobre los huesos. Sí, hombre era como los demás, pero no había sentido el amor. Porque no cabía que fuese amor la pasajera excitación de la carne que olvida la imagen provocadora. Hacer de aquello el terrible dios vengador, el consuelo de la vida, el dueño de las almas, parecíale un sacrilegio, tal como si se pretendiese endiosar al apetito de comer. Un poema sobre la digestión es una blasfemia.

No, el Amor no existía en el mundo para el pobre Anastasio. Leyó y releyó la leyenda de Tristán e Iseo, y le hizo meditar aquella terrible novela del portugués Camilo Castello Branco: A mulher fatal. "¿Me sucederá así? -pensaba-. ¿Me arrastrará tras de sí, cuando menos lo espere y crea, la mujer fatal?" Y viajaba, viajaba en busca de la fatalidad ésta.

"Llegará un día -se decía- en que acabe de perder esta vaga sombra de esperanza de encontrarlo, y cuando vaya a entrar en la vejez, sin haber conocido ni mocedad ni edad viril, cuando me diga: ¡ni he vivido ni puedo ya vivir!, ¿qué haré? Es un terrible sino que me persigue, o es que todos los demás se han conchabado para mentir". Y dio en pesimista.

Ni jamás mujer alguna le inspiró amor, ni creía haberlo él inspirado. Y encontraba mucho más pavoroso que no poder ser amado el no poder amar, si es que el amor era lo que los poetas cantan. ¿Pero sabía él, Anastasio, si no había provocado pasión escondida alguna en pecho de mujer? ¿No puede acaso encender amor una hermosa estatua? Porque él era, como estatua, realmente hermoso. Sus ojos negros, llenos de un fuego de misterio, parecían mirar desde el fondo tenebroso de un tedio henchido de ansias; su boca se entreabría como por una sed trágica; en todo él palpitaba un destino terrible. Y viajaba, viajaba desesperado, huyendo de todas partes, dejando caer su mirada en las maravillas del arte y de la naturaleza, y diciéndose: ¿Para qué todo esto?

Era una tarde serena del tranquilo otoño. Las hojas, amarillas ya, se desprendían de los árboles e iban envueltas en la brisa tibia a restregarse contra la yerba del campo. El sol se embozaba en un cendal de nubes que se desflecaban y deshacían en jirones. Anastasio miraba desde la ventanilla del vagón cómo iban desfilando las colinas. Bajó en la estación de Aliseda, donde daban a los viajeros tiempo para comer, y fuese al comedor de la fonda, lleno de maletas.

Sentóse distraídamente y esperó le trajesen la sopa. Mas al levantar los ojos y recorrer con ellos distraídamente la fila de los comensales, tropezaron con los de una mujer. En aquel momento metía ella un pedazo de manzana en su boca, grande, fresca y húmeda. Claváronse uno a otro las miradas y palidecieron. Y al verse palidecer palidecieron más aún. Palpitábanles los pechos. La carne le pesaba a Anastasio; un cosquilleo frío le desasosegaba.

Ella apoyó la cara en la diestra y pareció que le daba un vahído. Anastasio entonces, sin ver en el recinto nada más que a ella, mientras el resto del comedor se esfumaba, se levantó tembloroso, se le acercó y con voz seca, sedienta, ahogada y temblona le cuchicheó casi al oído:

-¿Qué le pasa? ¿Se pone mala?
-¡Oh, nada, nada; no es nada..., gracias...!
-A ver... -añadió él, y con la mano temblorosa le cogió del puño para tomarle el pulso.

Fue entonces una corriente de fuego que pasó del uno al otro. Sentíanse mutuamente los calores; las mejillas se les encendieron.

-Está usted febril... -susurró él balbuciente y con voz apenas perceptible.
-¡La fiebre es... tuya! -respondió ella, con voz que parecía venir de otro mundo, de más allá de la muerte.

Anastasio tuvo que sentarse; las rodillas se le doblaban al peso del corazón, que le tocaba a rebato.

-Es una imprudencia ponerse así en camino -dijo él, hablando como por máquina.
-Sí, me quedaré -contestó ella.
-Nos quedaremos -añadió él.
-Sí, nos quedaremos... ¡Y ya te contaré; te lo contaré todo! -agregó la mujer.

Recogieron sus maletas, tomaron un coche y emprendieron la marcha al pueblo de Aliseda, que dista cinco kilómetros de su estación. Y en el coche, sentados el uno frente al otro, tocándose las rodillas, mejiendo sus miradas, le cogió la mujer a Anastasio las manos con sus manos y fue contándole su historia. La historia misma de Anastasio, exactamente la misma. También ella viajaba en busca del Amor; también ella sospechaba que no fuese todo ello sino un enorme embuste convencional para engañar el tedio de la vida.

Confesáronse uno a otro, y según se confesaban iban sus corazones aquietándose. A la trágica turbación de un principio sucedió en sus almas un reposo terrible, algo como un deshacimiento. Imaginábanse haberse conocido de siempre, desde antes de nacer; pero a la vez todo el pasado se borraba de sus memorias, y vivían como un presente eterno, fuera del tiempo.

-¡Oh, que no te hubiese conocido antes, Eleuteria! -le decía él.
-¿Y para qué, Anastasio? -respondía ella-. Es mejor así, que no nos hayamos visto antes.
-¿Y el tiempo perdido?
-¿Perdido le llamas a ese tiempo que empleamos en buscarnos, en anhelarnos, en desearnos el uno al otro?
-Yo había desesperado ya de encontrarte...
-No, pues si hubieses desesperado de ello te habrías quitado la vida.
-Es verdad.
-Y yo habría hecho lo mismo.
-Pero ahora, Eleuteria, de hoy en adelante...
-¡No hables del porvenir, Anastasio, bástemonos el presente!

Los dos callaron. Por debajo del arrobamiento que les embargaba sonaba extraño rumor de aguas de abismo sin fondo. No era alegría, no era gozo lo que sobrenadaba en la seriedad trágica que les envolvía.

-No pensemos en el porvenir -reanudó ella- ni en el pasado tampoco. Olvidémonos de uno y de otro. Nos hemos encontrado, hemos encontrado al Amor y basta. Y ahora Anastasio, ¿qué me dices de los poetas?
-Qué mienten, Eleuteria, que mienten; pero muy de otro modo que lo creía yo antes. Mienten, sí; el amor no es lo que ellos cantan...
-Tienes razón, Anastasio; ahora siento que el Amor no se canta.

Y siguió otro silencio, un silencio largo, en que, cogidos de las manos, estuvieron mirándose a los ojos y como buscándose en el fondo de ellos el secreto de sus destinos. Y luego empezaron a temblar.

-¿Tiemblas, Anastasio?
-¿Y también tú, Eleuteria?
-Sí, temblamos los dos.
-¿De qué?
-De felicidad.
-Es cosa terrible esta felicidad; no sé si podré resistirla.
-Mejor, porque eso querrá decir que es más fuerte que nosostros.

Encerráronse en un sórdido cuarto de una vulgarísima fonda. Pasó todo el día siguiente y parte del otro sin que dieran señal alguna de vida, hasta que, alarmado el fondista y sin obtener respuesta a sus llamadas, forzó la puerta. Encontráronles en el lecho, juntos, desnudos, y fríos y blancos como la nieve. El perito médico aseguró que no se trataba de suicidio, como así era en efecto, y que debían de haberse muerto del corazón.

-¿Pero los dos? -exclamó el fondista.
-¡Los dos! -contestó el médico.
-¡Entonces es contagioso...! -y se llevó la mano al lado izquierdo del pecho, donde suponía tener su corazón de fondista. Intentó ocultar el suceso, para no desacreditar su establecimiento, y acordó fumigar el cuarto, por si acaso.

No pudieron ser identificados los cadáveres. Desde allí los llevaron al cementerio, y desnudos y juntos, como fueron hallados, echáronlos en una misma huesa y encima tierra. Sobre esta tierra ha crecido yerba y sobre la yerba llueve. Y es así el cielo, el que les llevó a la muerte, el único que sobre su tumba llora.

El fondista de Aliseda, reflexionando sobre aquel suceso increíble -nadie tiene más imaginación que la realidad, se decía-, llegó a una profunda conclusión de carácter médico legal, y es que se dijo: "¡Estas lunas de miel...! No se debía permitir que los cardíacos se casasen entre sí".


©®Miguel de Unamuno


La caricia más profunda

La caricia más profunda © Julio Cortazar

En su casa no le decían nada, pero cada vez le extrañaba más que no se hubiesen dado cuenta. Al principio podía pasar inadvertido y él mismo pensaba que la alucinación o lo que fuera no iba a durar mucho; pero ahora que ya caminaba metido en la tierra hasta los codos, no podía ser que sus padres y hermanas no lo vieran y tomaran alguna decisión. Cierto que hasta entonces no había tenido la menor dificultad para moverse, y aunque eso parecía lo más extraño de todo, en el fondo lo que a él lo dejaba pensativo era que sus padres y sus hermanas no se dieran cuenta de que andaba por todos lados metido hasta los codos en la tierra.
Monótono que, como casi siempre las cosas sucedieran progresivamente, de menos a más. Un día había tenido la impresión de que al cruzar el patio iba llevándose algo por delante, muy suavemente, como quien empuja unos algodones. Al mirar con atención descubrió que los cordones de los zapatos sobresalían apenas del nivel de las baldosas. Se quedó tan asombrado que no puedo ni hablar ni decírselo a nadie, temeroso de hundirse bruscamente del todo, preguntándose si a lo mejor el patio se habría ablandado a fuerza de lavarlo, porque su madre lo lavaba todas las mañanas y a veces hasta por la tarde. Después se animó a sacar un pie y a dar cautelosamente un paso; todo anduvo bien, salvo que el zapato volvió a meterse en las baldosas hasta el moño de los cordones. Dio varios pasos más y al final se encogió de hombros y fue hasta la esquina a comprar La Razón porque quería leer la crónica de una película.
En general, evitaba la exageración, y quizá al final hubiera podido acostumbrarse a caminar sí, pero unos días después dejó de ver los cordones de los zapatos, y un domingo ni siquiera descubrió la botamanga de los pantalones. A partir de entonces, la única manera de cambiarse de zapatos y de medias, consistió en sentarse en una silla y levantar la pierna hasta apoyar el pie en otra silla o en el borde de la cama. Así conseguía lavarse y cambiarse, pero apenas se ponía de pie volvía a enterrarse hasta los tobillos y de esa manera andaba por todas partes, incluso en las escaleras de la oficina y los andenes de la estación Retiro. Ya en esos primeros tiempos no se animaba a preguntarle a su familia, y ni siquiera a un desconocido de la calle, si le notaban alguna cosa rara; a nadie le gusta que lo miren furtivamente y después piensen que está loco. Parecía obvio que sólo él notaba cómo se iba hundiendo cada vez más, pero lo insoportable (y por eso mismo lo más difícil de decirle a otro) era admitir que hubiera más testigos de esa lenta sumersión. Las primeras horas en que había podido analizar despacio lo que le estaba sucediendo, a salvo en su cama, las dedicó a asombrarse de esa inconcebible alienación frente a su madre, su novia y sus hermanas. Su novia, por ejemplo, ¿cómo no se daba cuenta por la presión de su mano en el codo de que él tenía varios centímetros menos de estatura? Ahora estaba obligado a empinarse para besarla cuando se despedían en una esquina, y en ese momento en que sus pies se enderezaban, sentía palpablemente que se hundía un poco más, que resbalaba más fácilmente hacia lo hondo, y por eso la besaba lo menos posible y se despedía con una frase amable y liviana que la desconcertaba un poco; acabó por admitir que su novia debía ser muy tonta para no quedarse de un pieza y protestar por ese frívolo tratamiento. En cuanto a sus hermanas, que nunca lo habían querido, tenían una oportunidad única para humillarlo ahora que apenas les llegaba al hombro, y sin embargo, seguían tratándolo con esa irónica amabilidad que siempre habían creído tan espiritual. Nunca pensó demasiado en la ceguera de sus padres porque de alguna manera siempre habían estado ciegos para con sus hijos, pero el resto de la familia, los colegas, Buenos Aires, seguían ahí y lo veían. Pensó lógicamente que todo era ilógico, y la consecuencia rigurosa fue una chapa de bronce en la calle Serrano y un médico que le examinó las piernas y la lengua, lo xilofonó con su martillito de goma y le hizo una broma sobre unos pelos que tenía en la espalda. En la camilla todo era normal, pero el problema recomenzaba al bajarse; se lo dijo, se lo repitió. Como si condescendiera, el médico se agachó para palparle los tobillos bajo tierra; el piso de parquet debía ser transparente e intangible para él porque no sólo le exploró los tendones y las articulaciones, sino que hasta le hizo cosquillas en el empeine. Le pidió que se acostara otra vez en la camilla y le auscultó el corazón y los pulmones; era un médico caro y desde luego empleó concienzudamente una buena media hora antes de darle una receta con calmantes y el consabido consejo de cambiar de aire por un tiempo. También le cambió un billete de diez mil por seis de mil.
Después de cosas así no le quedaba otro camino que seguir aguantándose, ir al trabajo todas las mañanas y empinarse desesperadamente para alcanzar los labios de su novia y el sombrero en la percha de la oficina. Dos semanas más tarde ya estaba metido en la tierra hasta las rodillas, y una mañana, al bajarse de la cama, sintió de nuevo como si estuviera empujando suavemente unos algodones, pero ahora los empujaba con las manos y se dio cuenta de que la tierra le llegaba hasta la mitad de los muslos. Ni siquiera entonces pudo notar nada raro en la cara de sus padres o de sus hermanas, aunque hacía tiempo que los observaba para sorprenderlos en plena hipocresía. Una vez le había parecido que una de sus hermanas se agachaba un poco para devolverle el frío beso en la mejilla que cambiaban al levantarse, y sospechó que habían descubierto la verdad y que disimulaban. No era así; tuvo que seguir empinándose cada vez más hasta el día en que la tierra le llegó a las rodillas, y entonces dijo algo sobre la tontería de esos saludos bucales que no pasaban de reminiscencias de salvajes, y que limitó a los buenos días acompañados de una sonrisa. Con su novia hizo algo peor, consiguió arrastrarla a un hotel y allí, después de ganar en veinte minutos una batalla contra dos mil años de virtud, la besó interminablemente hasta el momento de volver a vestirse; la fórmula era perfecta y ella no pareció reparar en que él se mantenía distante en los intervalos. Renunció al sombrero para no tener que colgarlo en la percha de la oficina; fue hallando una solución para cada problema, modificándolas a medida que seguía hundiéndose en la tierra, pero cuando le llegó a los codos sintió que había agotado sus recursos y que de alguna manera sería necesario pedir auxilio a alguien.
Llevaba ya una semana en cama fingiendo una gripe; había conseguido que su madre se ocupara todo el tiempo de él y que sus hermanas le instalaran el televisor a los pies de la cama. El cuarto de baño estaba al lado, pero por las dudas sólo se levantaba cuando no había nadie cerca; después de esos días en que la cama, balsa de náufragos, lo mantenía enteramente a flote, le hubiera resultado más inconcebible que nunca ver entrar a su padre y que no se diera cuenta de que apenas le asomaba el tronco del piso y que para llegar al vaso donde se ponían los cepillos de los dientes tenía que encaramarse al bidé o al inodoro. Por eso se quedaba en cama cuando sabía que iba a entrar alguien, y desde ahí telefoneaba a su novia para tranquilizarla. Imaginaba de a ratos, como en una ilusión infantil, un sistema de camas comunicantes que le permitieran pasar de la suya a esa otra donde lo esperaría su novia, y de ahí a una cama en la oficina y otra en el cine y en el café, un puente de camas por encima de la tierra de Buenos Aires. Nunca se hundiría del todo en esa tierra mientras con ayuda de las manos pudieran treparse a una cama y simular una bronquitis.
Esa noche tuvo una pesadilla y se despertó gritando con la boca llena de tierra; no era tierra, apenas saliva y mal gusto y espanto. En la oscuridad pensó que si se quedaba en la cama podría seguir creyendo que eso no había sido más que una pesadilla, pero que bastaría ceder por un solo segundo a la sospecha de que en plena noche se había levantado para ir al baño y se había hundido hasta el cuello en el piso, para que ni siquiera la cama pudiera protegerlo de lo que iba a venir. Se convenció poco a poco de que había soñado porque en realidad era así, había soñado que se levantaba en la oscuridad, y sin embargo, cuando tuvo que ir al baño esperó a estar solo y se pasó a una silla, de la silla a un taburete, desde el taburete adelantó la silla, y así alternando llegó al baño y se volvió a la cama; daba por supuesto que cuando se olvidara de la pesadilla podría levantarse otra vez, y que hundirse tan sólo hasta la cintura sería casi agradable por comparación con lo que acababa de soñar.
Al día siguiente se vio obligado a hacer la prueba porque no podía seguir faltando a la oficina. Desde luego el sueño había sido una exageración, puesto que en ningún momento le entró tierra en la boca, el contacto no pasaba de la misma sensación algodonosa del comienzo y el único cambio importante lo percibían sus ojos casi al nivel del piso: descubrió a muy corta distancia una escupidera, sus zapatillas rojas y una pequeña cucaracha que lo observaba con una atención que jamás le habían dedicado sus hermanas o su novia. Lavarse los dientes, afeitarse, fueron operaciones arduas porque el solo hecho de alcanzar el borde del bidé y trepar a fuerza de brazos lo dejó extenuado. En su casa el desayuno se tomaba colectivamente, pero por suerte su silla tenía dos barrotes que le sirvieron de apoyo para encaramarse lo más rápidamente posible. Sus hermanas leían Clarín con la atención propia de todo lector de tan patriótico matutino, pero su madre lo miró un momento y lo encontró un poco pálido por los días de cama y la faltar de aire puro. Su padre le dijo que era la misma de siempre y que lo echaba a perder con sus mimos; todo el mundo estaba de buen humor porque el nuevo gobierno que tenían, ese mes había anunciado aumentos de sueldos y reajustes de las jubilaciones. “Cómprate un traje nuevo -le aconsejó la madre-, total podéis renovar el crédito ahora que van a aumentar los sueldos”. Sus hermanas ya habían decidido cambiar la heladera y el televisor; se fijó en que había dos mermeladas diferentes en la mesa, se iba distrayendo con esas noticias y esas observaciones, y cuando todos se levantaron para ir a sus empleos él estaba todavía en la etapa anterior a la pesadilla, acostumbrado a hundirse solamente hasta la cintura; de golpe vio muy cerca los zapatos de su padre que pasaban rozándole la cabeza y salían al patio. Se refugió debajo de la mesa para evitar las sandalias de una de sus hermanas que levantaba el mantel, y trató de serenarse. “¿Se te cayó algo?”, le preguntó su madre. “¿Los cigarrillos?”, dijo él, alejándose lo más posible de las sandalias y las zapatillas que seguían dando vueltas alrededor de la mesa. En el patio había hormigas, hojas de malvón y un pedazo de vidrio que estuvo a punto de cortarle la mejilla; se volvió rápidamente a su cuarto y se trepó a la cama justo cuando sonaba el teléfono. Era su novia que preguntaba si seguía bien y si se encontrarían esa tarde. Estaba tan perturbado que no pudo ordenar sus ideas a tiempo y cuando acordó ya la había citado a las seis en la esquina de siempre, para ir al cine o al hotel según les pareciera en el momento. Se tapó la cabeza con la almohada y se durmió; ni siquiera él se escuchó llorar en sueños.
A las seis menos cuarto se vistió sentado al borde de la cama, y aprovechando que no había nadie a la vista cruzó él patio lo más lejos posible de donde dormía el gato. Cuando estuvo en al calle le costó hacerse a la idea de que los innumerables pares de zapatos que le pasaban a la altura de los ojos no iban a golpearlo y a pisotearlo, puesto que para los dueños de esos zapatos él no parecía estar allí donde estaba; por eso las primeras cuadras fueron un zigzag permanente, un esquive de zapatos de mujer, los más peligrosos por las puntas y los tacos; después se dio cuenta de que podía caminar sin preocuparse tanto, y llegó a la esquina antes que su novia. Le dolía el cuello de tanto alzar la cabeza para distinguir algo más que los zapatos de los transeúntes, y al final el dolor se convirtió en un calambre tan agudo que tuvo que renunciar. Por suerte conocía bien los diferentes zapatos y sandalias de su novia., porque entre otras cosas la había ayudado muchas veces a quitárselos, de modo que cuando vio venir los zapatos verdes no tuvo más que sonreír y escuchar atentamente lo que fuera ella a decirle para responder a su vez con la mayor naturalidad posible. Pero su novia no decía nada esa tarde, cosa bien extraña en ella; los zapatos verdes se habían inmovilizado a medio metro de sus ojos y aunque no sabía por qué tuvo la impresión de que su novia estaba como esperando; en todo caso el zapato derecho se había movido un poco hacia adentro mientras el otro sostenía el peso del cuerpo; después hubo un cambio, el zapato derecho se abrió hacia afuera mientras el izquierdo se afirmaba en el suelo. “Qué calor ha hecho todo el día”, dijo él para abrir la conversación. Su novia no le contestó, y quizá por eso sólo en ese momento, mientras esperaba una respuesta tan trivial como su frase, se dio cuenta del silencio. Todo el bullicio de la calle, de los tacos golpeando en las baldosas hasta un segundo antes: de golpe nada. Se quedó esperando un poco y los zapatos verdes avanzaron levemente y volvieron a inmovilizarse; las suelas estaban ligeramente gastadas, su pobre novia tenía un empleo mal remunerado. Enternecido, queriendo hacer algo que le probara su cariño, rascó con dos dedos la suela más estropeada, la del zapato izquierdo; su novia no se movió, como si siquiera esperando absurdamente su llegada. Debía ser el silencio que le daba la impresión de estirar el tiempo, de volverlo interminable, y al a vez el cansancio de sus ojos tan pegados a las cosas iba como alejando las imágenes. Con un dolor insoportable pudo todavía alzar la cabeza para buscar el rostro de su novia, pero sólo vio las suelas de los zapatos a tal distancia que ya ni siquiera se notaban las imperfecciones. Estiró un brazo y luego el otro, tratando de acariciar esas suelas que tanto decían de la existencia de su pobre novia; con la mano izquierda alcanzó a rozarlas, pero ya la derecha no llegaba, y después ninguna de las dos. Y ella, por supuesto, seguía esperando.

Julio Cortazar

El Principito, capítulo XXI

El Principito, capítulo XXI
El Principito no es un libro para niños, o si, pero para los niños que todos llevamos dentro, tengamos la edad que tengamos.

Un profesor, hace años, me enseñó a ver lo que escondía este libro. Preguntó a la clase que enfoque quería que le diéramos, por que según él, este pequeño libro escondía un gran libro y podía ser leído de muchas maneras. Ante la reticencia de la mayoría al final salió que lo estudiáramos desde el punto de vista del amor. Fue sorprendente. Este pequeño libro guarda en cada capítulo un auténtico tratado.

He elegido el capítulo XXI, mi favorito desde siempre, en donde el pequeño príncipe domestica al zorro. En realidad todos intentamos “domesticar” y ser “domesticados” y aquí se nos explica como ocurre.





Entonces apareció el zorro.
Buenos días –dijo el zorro.
–Buenos días –respondió cortésmente el principito, que se dio vuelta, pero no vio nada.
–Estoy acá – dijo la voz– bajo el manzano...
–¿Quién eres? –dijo el principito–. Eres muy lindo...
–Soy un zorro –dijo el zorro.
–Ven a jugar conmigo –le propuso el principito–. ¡Estoy tan triste!...
–No puedo jugar contigo –dijo el zorro–. No estoy domesticado.
–¡Ah! Perdón –dijo el principito.
Pero, después de reflexionar, agregó:
–¿Qué significa “domesticar”?
–No eres de aquí –dijo el zorro–. ¿Qué buscas?
–Busco a los hombres –dijo el principito–. ¿Qué significa “domesticar”?
–Los hombres –dijo el zorro– tienen fusiles y cazan. Es muy molesto. También crían gallinas. Es su único interés. ¿Buscas gallinas?
–No –dijo el principito–. Busco amigos. ¿Qué significa “domesticar”?
–Es una cosa demasiado olvidada –dijo el zorro–. Significa “crear lazos”.
–¿Crear lazos?
–Sí –dijo el zorro–. Para mí no eres todavía más que un muchachito semejante a cien mil muchachitos. Y no te necesito. Y tú tampoco me necesitas. No soy para ti más que un zorro semejante a cien mil zorros. Pero, si me domesticas, tendremos necesidad el uno del otro. Serás para mí único en el mundo. Seré para ti único en el mundo...
–Empiezo a comprender –dijo el principito–. Hay una flor... Creo que me ha domesticado...
–Es posible –dijo el zorro–. ¡En la Tierra se ve toda clase de cosas...!
–¡Oh! No es en la Tierra –dijo el principito.
El zorro pareció muy intrigado
–¿Es en otro planeta?
–Sí.
–¿Hay cazadores en ese planeta?
–No.
–¡Es interesante eso! ¿Y gallinas?
–No.
–No hay nada perfecto –suspiró el zorro.
Pero el zorro volvió a su idea:
–Mi vida es monótona. Cazo gallinas, los hombres me cazan. Todas las gallinas se parecen y todos los hombres se parecen. Me aburro, pues, un poco. Pero, si me domesticas, mi vida se llenará de sol. Conoceré un ruido de pasos que será diferente de todos los otros. Los otros pasos me hacen esconder bajo la tierra. El tuyo me llamará fuera de la madriguera, como una música. Y además, ¡mira! ¿Ves, allá, los campos de trigo? Yo no como pan. Para mí el trigo es inútil. Los campos de trigo no me recuerdan nada. ¡Es bien triste! Pero tú tienes cabellos color de oro. Cuando me hayas domesticado, ¡será maravilloso! El trigo dorado será un recuerdo de ti. Y amaré el ruido del viento en el trigo...
El zorro calló y miró largo tiempo al principito:
–¡Por favor... domestícame! –dijo.
–Bien lo quisiera –respondió el principito–, pero no tengo mucho tiempo. Tengo que encontrar amigos y conocer muchas cosas.
–Sólo se conocen las cosas que se domestican –dijo el zorro–. Los hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Compran cosas hechas a los mercaderes. Pero como no existen mercaderes de amigos, los hombres ya no tienen amigos. Si quieres un amigo, ¡domestícame!
–¿Qué hay que hacer? –dijo el principito.
–Hay que ser muy paciente –respondió el zorro–. Te sentarás al principio un poco lejos de mí, así, en la hierba. Te miraré de reojo y no dirás nada. La palabra es fuente de malentendidos. Pero, cada día, podrás sentarte un poco más cerca...
Al día siguiente volvió el principito.
–Hubiese sido mejor venir a la misma hora –dijo el zorro–. Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, comenzaré a ser feliz desde las tres. Cuanto más avance la hora, más feliz me sentiré. A las cuatro me sentiré agitado e inquieto; ¡descubriré el precio de la felicidad! Pero si vienes a cualquier hora, nunca sabré a qué hora preparar mi corazón... Los ritos son necesarios.
–¿Qué es un rito? –dijo el principito.
–Es también algo demasiado olvidado –dijo el zorro. Es lo que hace que un día sea diferente de los otros días: una hora, de las otras horas. Entre los cazadores, por ejemplo, hay un rito. El jueves bailan con las muchachas del pueblo. El jueves es, pues, un día maravilloso. Voy a pasearme hasta la viña. Si los cazadores no bailaran en día fijo, todos los días se parecerían y yo no tendría vacaciones.
Así el principito domesticó al zorro. Y cuando se acercó la hora de la partida:
–¡Ah!... –dijo el zorro–. Voy a llorar.
–Tuya es la culpa –dijo el principito–. No deseaba hacerte mal pero quisiste que te domesticara...
–Sí –dijo el zorro.
–¡Pero vas a llorar! –dijo el principito.
–Sí –dijo el zorro.
–Entonces, no ganas nada.
–Gano –dijo el zorro–, por el color de trigo.
Luego, agregó:
–Ve y mira nuevamente a las rosas. Comprenderás que la tuya es única en el mundo. Volverás para decirme adiós y te regalaré un secreto.
El principito se fue a ver nuevamente a las rosas:
–No sois en absoluto parecidas a mi rosa: no sois nada aún –les dijo–. Nadie os ha domesticado y no habéis domesticado a nadie. Sois como era mi zorro. No era más que un zorro semejante a cien mil otros. Pero yo le hice mi amigo y ahora es único en el mundo.
Y las rosas se sintieron bien molestas.
–Sois bellas, pero estáis vacias –les dijo todavía–. No se puede morir por vosotras. Sin duda que un transeúnte común creerá que mi rosa se os parece. Pero ella sola es más importante que todas vosotras, puesto que es ella la rosa a quien he regado. Puesto que es ella la rosa a quien puse bajo un globo. Puesto que es ella la rosa a quien abrigué con el biombo. Puesto que es ella la rosa cuyas orugas maté (salvo las dos o tres que se hicieron mariposas). Puesto que es ella la rosa a quien escuché quejarse, o alabarse, o aun, algunas veces, callarse. Puesto que ella es mi rosa.
Y volvió hacia el zorro:
–Adiós –dijo.
–Adiós –dijo el zorro–. He aquí mi secreto. Es muy simple: no se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos.
–Lo esencial es invisible a los ojos –repitió el principito, a fin de acordarse–
–El tiempo que perdiste por tu rosa hace que tu rosa sea tan importante.
–El tiempo que perdí por mi rosa... –dijo el principito, a fin de acordarse.
–Los hombres han olvidado esta verdad –dijo el zorro–. Pero tú no debes olvidarla. Eres responsable para siempre de lo que has domesticado. Eres responsable de tu rosa...
–Soy responsable de mi rosa... –repitió el principito, a fin de acordarse.


El Principito, Antoine de Saint-Exupéry

De noche, la esposa aclara

De noche, la esposa aclara
Leyendo una de las inspiraciones de Galatea, "El sensual beso", y los comentarios que surgieron sobre si en un matrimonio puede haber pasión recordé "De noche, la esposa aclara", de Gioconda Belli.


No.
No tengo las piernas de la Cindy Crawford.
No me he pasado la vida en pasarelas,
desfiles de modas, tostada bajo las luces de los fotógrafos.
Mis piernas son anchas ya llegando a la cadera,
y a pesar de mis múltiples intentos
por ponerme trajes aeróbicos y tirarme en el suelo a sudar,
no logro que pierdan esa tendencia a ensancharse,
como pilares que necesitaran jugoso sustento.

No.
No tengo la cintura de la Cindy Crawford
ni ese vientre perfecto, liso y ligeramente cóncavo,
con el ombligo deslumbrante en el centro.
Alguna vez lo tuve. Alguna vez presumí de esa región de mi anatomía.
Fue antes de que naciera Camilo,
antes de que el decidiera apresurarse a nacer
y decidiera entrar al mundo de pie;
antes de que la cesárea
me dejara cicatriz.

No.
No tengo los brazos de la Cindy Crawford
tostados, torneados, cada músculo fortalecido con el ejercicio indicado,
las pesas delicadamente balanceadas.
Mis brazos delgados no han desarrollado más musculatura
que la necesaria para marcar estas teclas,
cargar a mis hijos, cepillarme el pelo,
gesticular discutiendo sobre el futuro, abrazar a los amigos.

No.
No tengo los pechos de la Cindy Crawford,
anchos, redondos, copa B o C.
Los míos nunca han sido muy lucidores en los escotes,
aún cuando mi madre me aseguraba
-madre al fin-
que los pechos, así separados, eran los pechos griegos
de la Venus de Milo.

¡Ah! Y la cara, la cara de la Cindy Crawford, ni se diga.
Ese lunar en la comisura de la boca,
las facciones tan en orden, los ojos grandes,
el arco de las cejas, la nariz delicada.
Mi cara, por la costumbre, ha terminado por gustarme:
los ojos de elefante, la nariz con sus ventanas de par en par,
la boca respetable, después de todo sensual.
Se salva el conjunto con la ayuda del pelo.
En este departamento sí puedo aventajar a la Cindy Crawford.
No sé si esto pueda servirte de consuelo.

Por último y como la más pesada evidencia,
no tengo el trasero de la Cindy Crawford:
pequeño, redondo, cada mitad exquisitamente delineada.
El mío es tenazmente grande, ancho,
ánfora o tinaja, usted escoja.
No hay manera de ocultarlo
y lo más que puedo es no tenerle vergüenza,
sacarle provecho para leer cómodamente sentada
o ser escritora.

Pero decime:
¿Cuántas veces has tenido a la Cindy Crawford
a tus pies?
¿Cuántas veces te ha ofrecido, como yo, ternura en la mañana,
besos en la nuca mientras dormís,
cosquillas, risas, el sorbete en la cama,
un poema de pronto, la idea para una ventura,
las premoniciones?
¿Qué experiencias te podría contar la Cindy Crawford
que, remotamente, pudieran compararse con las mías,
qué revoluciones, conspiraciones, hechos históricos,
tiene ella en su haber?
Modestia aparte:¿Será su cuerpo tan perfecto
capaz de los desaforos del mío,
brioso, gentil, conocedor de noches sin mañana,
de mañanas sin noche,
sabio explorador de todos los rincones de tu geografía?

Pensalo bien. Evaluá lo que te ofrezco.
Cerrá esa revista
y vení a la cama.

"De noche, la esposa aclara", Gioconda Belli

Bienes comunes

Bienes comunes Esta carta de amor de Susana López Rubio fue la ganadora del III Concurso Antonio Villalba de Cartas de Amor. Aunque fue publicada en www.escueladeescritores.com yo la encontré en un sitio en principio tan poco dado a cosas como ésta, como es la web de Yonkis.

La reenvié a mis compañeros de trabajo y dio lugar a un "chat" por correo en el que me sorprendieron destripando la carta intentando dejar claro que esta historia no puede pasar en la realidad y que no puede existir ningún Roberto como el que escribe la carta, tan calzonazos e idiota. Alguno me dijo, pero no por escrito, que todo se explicaba por que la carta había sido escrita por una mujer.

Tal vez mis compañeros sean demasiado materialistas, machistas o puede que tal vez tengan algo de razón.
Decídelo tú.




Estimada Cristina:
Ayer recibí una misiva de tu abogado donde me invitaba a enumerar los bienes comunes, con el fin de comenzar el proceso de disolución de nuestro vínculo matrimonial. A continuación te remito dicha lista, para que puedas solicitar la certificación al Notario y tener listos todos los escritos antes de la comparecencia ante el tribunal.

Como verás, he dividido la lista en dos partes. Básicamente, un apartado con las cosas de nuestros cinco años de matrimonio con las que me gustaría quedarme y otra con las que te puedes quedar tú. Para cualquier duda o comentario, ya sabes que puedes llamarme al teléfono de la oficina (de ocho a cuatro) o al móvil (hasta las once) y estaré encantado de repasar la lista contigo.

Cosas a conservar:

- La carne de gallina que salpicó mis antebrazos cuando te vi por primera vez en la oficina.
- El leve rastro de perfume que quedó flotando en el ascensor una mañana, cuando te bajaste en la segunda planta, y yo aún no me atrevía a dirigirte la palabra.
- El movimiento de cabeza con el que aceptaste mi invitación a cenar.
- La mancha de rimel que dejaste en mi almohada la noche que por fin dormimos juntos.
- La promesa de que yo sería el único que besaría la constelación de pecas de tu pecho.
- El mordisco que dejé en tu hombro y tuviste que disimular con maquillaje porque tu vestido de novia tenía un escote de palabra de honor.
- Las gotas de lluvia que se enredaron en tu pelo durante nuestra luna de miel en Londres.
- Todas las horas que pasamos mirándonos, besándonos, hablando y tocándonos. (También las horas que pasé simplemente soñando o pensando en ti).

Cosas que puedes conservar tú:

- Los silencios.
- Aquellos besos tibios y emponzoñados, cuyo ingrediente principal era la rutina.
- El sabor acre de los insultos y reproches.
- La sensación de angustia al estirar la mano por la noche para descubrir que tu lado de la cama estaba vacío.
- Las nauseas que trepaban por mi garganta cada vez que notaba un olor extraño en tu ropa.
- El cosquilleo de mi sangre pudriéndose cada vez que te encerrabas en el baño a hablar por teléfono con él.
- Las lágrimas que me tragué cuando descubrí aquel arañazo ajeno en tu ingle.
- Jorge y Cecilia. Los nombres que nos gustaban para los hijos que nunca llegamos a tener.

Con respecto al resto de objetos que hemos adquirido y compartido durante nuestro matrimonio (el coche, la casa, etc) solo comunicarte que puedes quedártelos todos. Al fin y al cabo solo son eso: objetos.

Por último, recordarte el n º de teléfono de mi abogado (914070485) para que tu letrado pueda contactar con él y ambos se ocupen de presentar el escrito de divorcio para ratificar nuestro convencimiento.

Afectuosamente, Roberto.


Bienes comunes, por Susana López Rubio

Mensajes

Mensajes Encontré este relato en alguna web hace unos cuantos años. No tengo ni el autor ni referencias. A mi me parece que tiene su encanto.



Me fascina eso de que en la red local puedas mandar pequeños mensajes de una máquina a otra. En la sala de desarrollo, decenas de nuevos mensajes se crean cada día, vuelan por los cables de la red apurando su más que efímera existencia, y se matasellan en los monitores como mosquitos aplastados contra el parabrisas. Unos son automáticos y previsibles, fáciles de ignorar como un buen mayordomo: la impresora HPLASER del nodo CHARLIE ha finalizado el trabajo de impresión. Otros son fedatarios únicos del trabajo de los administradores de red, esta gente constante y desconocida como las termitas: Desenganchaos del disco W:, vamos a reconfigurar el servidor de Administración. Otros nos llegan del compañero de al lado, y refrescan ocasionalmente el tedio de las pantallas con un chiste breve o un comentario cruel ante la melodía que alguien tararea con escasa fortuna sobre el repiquetear de las teclas. Este es un cuento pequeño sobre mensajes.

Rafa es uno de estos tipos que no acaba de aterrizar, un chaval de veintidós años que ingresó en la compañía con contrato de seis meses. Ocupa, junto con cuatro chicas y otro compañero, un pequeño espacio limitado por mamparas, un remanso diminuto en un lugar de paso de la planta de Desarrollo, por el que siempre está pasando gente con prisa. Programa bien, tiene madera de buen técnico y, piensan los más experimentados, podría llegar lejos si adquiere algo más de mano izquierda, aprende a salir a comer con el grupo correcto y pierde esa conmovedora ignorancia del quién es quién, Rafa es un chico tímido, un corazón solitario que no ha conocido un solo amor correspondido. Esconde la cabeza detrás de su monitor para rehuir las miradas de sus cuatro compañeras, y se sonroja cuando Nacho, su único compañero, dispara un chiste malicioso. Pero a Rafa le gustan los mensajes de red, quizá porque no conoce el rubor ni el tartamudeo, y disfruta intercambiando criptogramas o pequeños retos de lógica, clamando pena de muerte contra el responsable de la canción de los setenta que suena en el hilo musical, o preguntando, a quien se lo pueda decir, cuál es la función que devuelve el puntero a la cola de mensajes del proceso actual.

Un martes ajetreadísimo, de una semana de ésas a las que no se ve principio ni final, un mensaje pequeño como una polilla se estampó en su pantalla:

Message from ROSA, Tue 96-04-11 12:00 >Te quiero, Rafa. Press Escape to continue


No tenía la menor importancia que ROSA fuera el nombre de su propio ordenador, puesto que el campo del remitente se puede alterar con un sencillo truco, y no era la primera vez que le honraban mensajes de Juan Pablo II o de Hillary Clinton. Tampoco era ninguna novedad que las chicas o su compañero le dedicaran una breve y socarrona declaración de amor a cambio del préstamo de un boli o la localización de un listado perdido. Pero en esa sucesión de caracteres había algo de una sinceridad absolutamente violenta. En esa cadena ASCII había algo imposible de malinterpretar, algo lleno de una certeza inquietante y perentoria. En la absurda medida en que se pueda decir que un mensaje de red tenga caligrafía, ese mensaje estaba escrito en serio, allí había unas letras pequeñitas y apretadas que tenían que salir de dentro de un corazón, no de unas ganas de cachondeo. Rafa optó por ponerse rojo como un tomate, mirar en derredor y ver cuatro caras femeninas absortas en sus pantallas. Lo peor de todo es que Nacho, su único compañero, estaba desplazado en un cliente, lo que dejaba cerrada toda vía de huida. Durante el resto del día no hubo más mensajes, pero Rafa produjo diez veces menos líneas de código que de costumbre, y todas contuvieron errores.

El miércoles, de nuevo a las doce en punto, recibió un brevísimo extracto de un poema de Pedro Salinas que hablaba del tiempo, del amor y de lo inevitable. Durante las dos semanas siguientes, siempre a la hora del ángelus, fueron llegando nuevos mensajes, largos o cortos, apasionados, tiernos, coquetos y hasta incendiarios. Sus cuatro compañeras seguían herméticamente simpáticas y cordiales, pero Rafa no podía deshacerse de la sensación de que las cuatro le miraban de una manera distinta, de que cada una de esas cuatro miradas contenía algo de ocultación y algo de promesa. ¿Pero quién? Rafa pasó esos quince días con sus noches en un estado febril. El último de esos días se levantó de golpe, con el rostro resuelto, como si un sueño le hubiera dado la respuesta. Se desayunó con dos cápsulas de vitaminas, reunió la totalidad de sus fuerzas y al dar las nueve invitó a un café a Blanca, la bajita y morena de los ojos grandes, y se encontró con que ella le hablaba como se habla a un hombre a quien se puede querer, no como a un programador patoso con contrato basura y manchas de rotulador en las manos. Y resultó que no hablaron de C ni de tarjetas de sonido, sino de la vida que se les escapaba entre los dedos. Ese día los mensajes cesaron, y Blanca y Rafa empezaron una relación que aún sigue creciendo. Lo cierto es que hacen una pareja maravillosa.